El sector agroalimentario en España tiene un valor estratégico innegable para la economía nacional, tal y como lo corroboran las magnitudes económicas sobre su participación en el PIB, en la balanza comercial, su dimensión, el número de empleos que genera o sus cotas de producción, que le sitúan como el primer sector manufacturero y uno de los que gozan de mayor proyección internacional, y que acertadamente señala la Ley 12/2013, de 2 de agosto, de medidas para mejorar el funcionamiento de la cadena alimentaria en su Preámbulo.
Pieza fundamental de ese engranaje es el sector agrícola y ganadero, que estos días está protagonizando una escalada de tensión desde que, hace escasamente una semana, el nuevo Gobierno de coalición aprobase una nueva subida del SMI.
Es cierto que no debemos buscar en esta subida la causa única del estallido de las reivindicaciones agrarias: la rigidez de la demanda, la estacionalidad y atomización de la oferta, la dispersión territorial o la generación de empleos vinculados al medio rural, son especificidades propias del sector agrario que le diferencian claramente de otros sectores económicos; pero no calificarla de causa original no significa no identificarla como la chispa que ha prendido la mecha para la protesta de miles de agricultores a lo largo y ancho de España.
Hay otros factores que pueden ayudar a entender cómo se ha llegado hasta la situación actual. Por un lado, desde que en verano de 2014 Rusia impuso determinados vetos a las importaciones de productos agroalimentarios de la UE, en respuesta a las sanciones comunitarias que se impulsaron por su intervención en Ucrania, el sector agrario ha visto disminuida la demanda de sus productos.
Por otro, tampoco podemos desligar el repunte de las protestas del hecho de que este 2020 se negociará en Bruselas el nuevo marco comunitario de la Política Agraria Comunitaria, en 2021 decidirán el reparto los Estados miembros y en 2022 entrará en vigor el nuevo sistema.
En todo caso, la dimensión de las protestas y el hecho de que el Gobierno haya cogido públicamente el guante de impulsar la reforma de la Ley 12/2013, de 2 de agosto, de medidas para mejorar el funcionamiento de la cadena alimentaria, son motivos suficientes para recordar que no nos encontramos ante un juego de suma cero, sino que habrá que abordar la eventual reforma de la normativa actual desde parámetros que distan mucho de lo que estamos leyendo y escuchando en los últimos días: los problemas complejos suelen requerir soluciones complejas, y desde luego huir de la demonización de sectores concretos.
Además, junto a ese compromiso de modificar la actual Ley de la cadena, el titular de Agricultura, Pesca y Alimentación presentó también un paquete de propuestas que incluye revisar la Ley de organizaciones interprofesionales o intentar aumentar la dotación para los seguros agrarios en los próximos Presupuestos Generales del Estado.
La necesidad de sentar el Campo a la mesa es una manifestación más de esa España en proceso de transformación (pensiones, transformación digital, transición energética, fuga de talento, despoblación, etc.) cuya salida no será fácil, pero cuyo primer paso será el establecer entre los distintos actores canales de comunicación veraces, mantener unas perspectivas realistas y asumir las negociaciones en base a datos contrastables, que comiencen por devolver a la política el prestigio del que hace años gozó y sienten las bases para una cadena alimentaria más transparente, sostenible, generadora de valor y beneficiosa para todos los eslabones, desde los productores hasta los consumidores finales.