“El movimiento entre el sector público y el privado puede ser positivo, aunque esta práctica también conlleva una serie de riesgos”
El fenómeno de las puertas giratorias o revolvió doors se entiende como el paso de un profesional con un cargo público a un puesto de responsabilidad en una empresa privada, y viceversa. Esta práctica se ha convertido en un punto destacado del debate público en los últimos años y es parte del discurso sobre la regeneración democrática de las formaciones políticas. No sorprende que la práctica de las puertas giratorias se dé con más intensidad en sectores sometidos a una regulación intensa (como el financiero o el energético). Estas industrias están dominadas por empresas potentes, otrora públicas, muy dependientes de la regulación política y que buscan cercanía a los diferentes gobiernos.
Si bien es cierto que el movimiento entre el sector público y el privado puede ser positivo, esta práctica también conlleva una serie de riesgos ligados a la imparcialidad en la toma de decisiones y, sobre todo, a la desafección política por parte de la sociedad.
En primer lugar, es positivo que se incorporen al ámbito público personas del sector privado, con formación y experiencia, así como una perspectiva distinta que aportar. En la misma línea, lo es también que se incorporen o retornen al sector privado personas con conocimiento de las distintas administraciones, siempre y cuando se respeten los regímenes de incompatibilidad establecidos.
Sin embargo, esta práctica produce una pérdida de confianza de la sociedad hacia los poderes públicos y una disminución considerable de la participación ciudadana en los asuntos públicos. Además, el entramado normativo sobre ética del empleado público y sus posibles conflictos de interés es difícil de interpretar y muchas veces inefectivo.
Así, hacer cumplir la regulación de esta práctica es indispensable y una condición necesaria para mitigar los riesgos y potenciar los posibles beneficios. En España, como en la mayoría de los países, la norma se centra en el paso del sector público al privado, pero no contempla el caso contrario. Además, la Ley 3/2015, de 30 de marzo, reguladora del ejercicio del alto cargo de la Administración General del Estado se focaliza solo en altos cargos del Ejecutivo. En ella, se establece un periodo de incompatibilidad de dos años para altos cargos del gobierno desde que se deja el cargo, en el que no pueden trabajar para empresas o entidades privadas cuya actividad esté relacionada con el cargo público que se desempeñó.
Algunas voces políticas abogan por endurecer la regulación, alargando el periodo de incompatibilidad hasta los cinco años. Pero no se trata de regular más, sino de hacer cumplir con las normas existentes. En este sentido, debe asegurarse la imparcialidad e independencia de la Oficina de Conflictos de Interés, que actualmente depende del Ministerio de Hacienda. Además, es importante plantearse cuestiones como la separación de la carrera funcionarial y la política, la revisión de los salarios en el sector público y por supuesto, tratar de desligar, en la medida de lo posible, la fuerte influencia de los partidos políticos en las Administraciones Públicas. Aunque todas estas medidas no servirán de nada si no se tiene en cuenta y aplica la ética profesional, que debe estar presente en todas las profesiones, pero en mayor medida en el ámbito público para velar por el interés general.
Con todo, hay que tener en cuenta que cuanto más restrictiva sea la regulación, se limitará en mayor medida que personalidades que trabajen en el sector privado, y que pueden aportar mucho al ámbito público, acepten ser altos cargos del Gobierno. Como apuntó recientemente Josep Piqué en una entrevista, es necesario hacer una reflexión profunda sobre lo que queremos: una clase política que sólo haya experimentado este aspecto en la vida o un sistema en el que, tanto el sector privado como el público puedan enriquecerse mutuamente de sus experiencias.
Jorge Fernández-Rúa
Director Asociado en Cariotipo